El fallecimiento de Alberto Fujimori ha polarizado la opinión de los peruanos que han presenciado en las últimas tres décadas una etapa republicana vivida con grandes epifenómenos sociopolíticos. Están quienes califican al ex presidente como el más corrupto y nocivo para la cultura cívica y democrática del país frente a quienes lo identifican como el mejor presidente que tuvo el Perú. En un escenario que presenta instituciones políticas empresarializadas -sin participación ciudadana- y poderes Ejecutivo y Legislativo con aprobación del 5%, se inicia un nuevo ciclo.
Por: Gary Ayala Ochoa, director de El Minuto Perú
Conocí a Alberto Fujimori en el año 1990 cuando instaló su primer local partidario en la Av. Grau, distrito de La Victoria. Mi madre tenía un negocio en la misma calle y yo acudía a verla. Un día la curiosidad me hizo ingresar a dicho local estrecho para preguntar quién era el líder y cuál su ideario, una jovencita me dijo “vuelva en la tarde, estará el ingeniero”. Retorné, luego de la visita familiar y me indicaron subir al segundo piso, hallé a un señor de rasgo oriental y me presenté “Buenas tardes, soy Gary Ayala, he visto su cartel y quisiera información, soy periodista”. “Mucho gusto, Alberto Fujimori”, me contestó muy atento.
Me entregó un volante que no decía nada nuevo y me habló sobre un gobierno del pueblo con gente honesta y sin corrupción. Me pareció muy seguro en lo que decía, su lenguaje coloquial era sencillo, lo diferencié automáticamente de los políticos socialcristianos con quienes compartía pensamiento quienes tenían una prosa más cultivada. Me invitó a retornar a su partido para brindarme más información y me brindó su teléfono personal.
Pasaron las semanas y en mi trayecto por ese local veía que ingresaban y salían personas de apariencia muy sencilla. Dialogué varias veces con Fujimori, me invitó a su casa ubicada cerca de la Universidad de Lima y me presentó a su amigo, el Ing. Wilder Pizarro (un hombre muy correcto, fallecido en agosto de 2024) para acudir al domicilio donde además conocí a su esposa, Susana Higuchi. Así elaboraba mis notas.
Tras el resultado del 8 de abril de 1990 donde Mario Vargas Llosa (Fredemo) ganó la primera vuelta con el 32% y Fujimori (Cambio 90) lo siguió con el 29%, el local victoriano se abarrotó de personas y mucha gente de rasgos orientales y autos lujosos llegaron.
Luego de la segunda vuelta (10 de junio) una multitud llenó la avenida Grau. Fujimori, vencedor con el 62% de los votos contra 37% de Vargas Llosa, acudió al local aunque tenía reservado el hotel Crillón. Yo, estaba cerca y desde la pista le grité: ¡Alberto, convoca a la unidad nacional!, él me escuchó desde la ventana y dijo: “¡Hago un llamado a la unidad nacional!”, los medios presentes lo grabaron, sonreí con una satisfacción personal. Poco después viajé por varios meses a Santiago de Chile con Robert Velásquez -hoy catedrático en Brasil- a una Pasantía Internacional para estudiar el retorno del sistema democrático a Chile con un presidente democristiano, Patricio Aylwin, a quien ya había conocido en Lima.
Cuando retorné a Perú me encontré con personas con quienes había conversado durante la campaña, algunas estaban en puestos de confianza y otras merodeaban a dónde ingresar. Reparé en el apoyo que habían realizado importantes organizaciones políticas a Cambio 90, como el caso del Partido Aprista que obtuvo el 22% en la primera vuelta y la izquierda peruana (Izquierda Unida e Izquierda Socialista) que obtuvieron en total el 12%. Todo endosado. El nuevo gobierno, entonces, reflejaba la voluntad popular mayoritaria.
Desde entonces, mucho se ha escrito sobre el decenio gubernamental de Alberto Fujimori -a quien no vi más-. Se ha analizado su influencia en la institucionalidad del Estado, en las Fuerzas Armadas, policía, empresariado nacional y sectores de la Iglesia. También sobre su familia, así como sus socios políticos en el país y el extranjero. Cada peruano tomó una posición según su cultivo ético. Hay algo innegable, marcó una etapa en la política peruana.
Su estilo pragmático y populista, su deficiente oratoria y su frialdad para ejecutar decisiones cardinales calaron en la vivencia de las generaciones Baby Boomers, X, millennials y centennials durante el final del último milenio y el nuevo, este último, con tecnología digital y protagonismo de la virtualidad sobre las relaciones sociales. La práctica de la política se tornó desideologizante, individualizada y utilitaria en un nuevo plano: “el mercado político”.
Ahora, truenan voces demandantes por violación a los derechos humanos, compra de medios de comunicación, hurto de US$ 600 millones del remate de empresas peruanas según informó Transparencia internacional que además lo calificó como “el expresidente más corrupto de América”; también su candidatura al Congreso japonés, la esterilización de más de 217 mil mujeres de áreas rurales, el no pago al Estado de S/ 57 millones de soles por reparación civil, los 170 kilos de cocaína hallados en el avión presidencial, un indulto desaprobado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), hasta la polémica pretensión de candidatear a la presidencia en 2026. Y muchas perlas más.
A cambio, está la versión antípoda que agradece y proclama la pacificación del país frente a la amenaza del terrorismo, la recuperación de la economía nacional con sus programas de libre mercado y apertura a la inversión extranjera con grandes ventajas para generar más puestos de trabajo, el surgimiento de muchos emprendedores que han hallado una forma familiar de éxito, la conservación de una moneda fuerte y el alejamiento del fantasma de la inflación que sí abate a otras naciones de la región, la continuidad del sistema democrático como modelo social, y otras calidades que permiten a la sociedad civil proyectar un proyecto de vida que solo se puede lograr con la paz.
La idolatría a un personaje y la ira de parte de otros no son el élan vital que debe impulsar la construcción de una patria diferente. Nada perdurable se puede edificar a partir de esos sentimientos. Se ha visto todo lo que ha fracasado en el país en los últimos dos siglos de república, y todo lo que era necesario corregir, esa es la lección. Una era política ha concluido con Fujimori y su estela -que un día se decantará como todo poder- persistirá en la dinámica democrática. El curso societal generará otro poder… esperemos sea integrador.
No se puede exigir justicia social y observar inmóviles el contexto, mirar al grupo de 80 personas que giran en entrevistas habitualmente en los mass media y repetir pasivamente una rutina al día siguiente. La historia contemporánea de las naciones que han logrado su desarrollo en el continente europeo y en el lado asiático de la Cuenca del Pacífico enseña que la formación de una mentalidad con el ciudadano como epicentro y la disciplina social sostenida celosamente por la ley son ejes del desarrollo, más que los recursos naturales.
La inacción trae lo que no hemos construido con nuestras manos, lo que no se ajusta a nuestras necesidades fundamentales y por el contrario nos agravia. El Estado, la sociedad, el trabajo, el desarrollo socioeconómico nacional y las oportunidades de las nuevas generaciones nos conciernen directamente, no se puede evadir un deber social nato.
La refundación del país es más urgente que la implementación de la inteligencia artificial en los móviles, la dignificación de la condición de ciudadano es una demanda sine qua non para aplicar toda política de Estado por parte de cada gobierno. El compromiso con la erradicación de la corrupción debe ser una tarea moral y además racional de cada persona desde el amanecer. El futuro de una sociedad se construye en el día presente.