"Violencia Escolar y Crisis Juvenil: La Urgencia de Reformar el Sistema Educativo en Chile"

Marco Ruiz Salazar
Marco Ruiz Salazar

La reciente tragedia en el Internado Nacional Barros Arana (INBA), donde 35 estudiantes sufrieron quemaduras al manipular artefactos explosivos, expone la crisis educativa y social que enfrenta Chile. Con cuatro jóvenes en riesgo vital y 17 con heridas graves, esta situación no solo plantea preguntas sobre la responsabilidad de la comunidad educativa, sino también sobre el contexto social y político que ha permitido la normalización de estos incidentes.

Desde el regreso a clases post-confinamiento, la violencia escolar ha aumentado alarmantemente. La Superintendencia de Educación en Chile reportó un crecimiento del 27,7% en denuncias de convivencia escolar entre 2019 y 2022, reflejando una problemática global: diversos países también enfrentan un aumento en la violencia estudiantil, acentuado por tensiones derivadas de la pandemia y una crisis de salud mental entre estudiantes y docentes. Los centros educativos, que deberían ser espacios seguros, están cada vez más dominados por medidas de control y restricciones que evocan estructuras carcelarias.

La violencia en las escuelas no se explica sin considerar el contexto de exclusión que enfrentan los jóvenes. La sociedad mantiene un enfoque adultocentrista que deslegitima sus voces, los margina de decisiones importantes y perpetúa una cultura de frustración y resentimiento. Este entorno, lejos de apoyar a los estudiantes, los impulsa hacia la violencia como respuesta a una experiencia de vida ignorada y desatendida.

Medidas como la ley Aula Segura, enfocadas en la expulsión de estudiantes, no abordan las causas reales de estos problemas. Este enfoque punitivo transfiere la violencia a otros entornos, ignorando la necesidad de un ambiente escolar positivo. El verdadero problema radica en la falta de espacios de participación y en una represión que refleja un sistema individualista y competitivo que priva a los jóvenes de herramientas para enfrentar sus desafíos.

Además, la criminalización de la juventud y el uso de la seguridad como recurso político han alimentado una estrategia de control social cercana al autoritarismo. Ciertos sectores políticos, al culpar a la izquierda de fomentar grupos anarquistas, desvían la atención de las verdaderas causas estructurales de la violencia. Esta narrativa polarizadora y estigmatizante impide un análisis profundo de los problemas sociales que subyacen en el comportamiento de estos grupos, que expresan el descontento ante un sistema que les ha negado oportunidades y participación.

Aunque algunos grupos juveniles puedan optar por manifestaciones extremas, su aparición es una señal de la acumulación de tensiones en una sociedad que no los ha escuchado. Estos grupos, pese a su visión anarquista, a menudo carecen de una estructura política concreta, lo que dificulta su conexión con movimientos más amplios de cambio social.

La tragedia en el INBA debe ser un llamado urgente para replantear el enfoque educativo y político. No podemos seguir criminalizando a los jóvenes; en lugar de represalias, debemos crear espacios seguros donde puedan expresarse sin miedo, y donde su salud mental y bienestar social sean prioridad. Hoy, más que nunca, la atención debe centrarse en la recuperación de los estudiantes afectados, en el apoyo a sus compañeros y familias, y en un replanteamiento cultural profundo que aborde la violencia escolar desde sus raíces.

Este incidente es un reflejo de una crisis mayor que afecta a nuestra sociedad. La educación debe ser un espacio de crecimiento, respeto y diálogo, no un lugar de control y miedo. Es momento de construir un sistema que valore la dignidad de cada estudiante y promueva la empatía y el respeto mutuo. La verdadera transformación social debe priorizar la solidaridad y el cuidado colectivo, permitiendo que los jóvenes encuentren su voz y su lugar en una sociedad que necesita urgentemente escuchar.

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