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Indignados Argentinos o la Maldita Pandemia

En una tarde cálida de agosto, sin que las horas previas anunciaran el aluvión nocturno posterior, la indignación volvió a las calles argentinas.

En una tarde cálida de agosto, sin que las horas previas anunciaran el aluvión nocturno posterior, la indignación volvió a las calles argentinas. Huérfana de líderes precisos o consignas claras, a la hora señalada por las redes sociales, una ola de ciudadanos a lo largo y a lo ancho del país manifestaba su hartazgo atmosférico a un Gobierno ejercitado para mandar e incapacitado para escuchar.


Por: Daniel Alberto Defant | Corresponsal del Diario el Minuto de Argentina


A un presidente aturdido con el propio eco resonando en los rincones del palacio junto al aplauso ruidoso de sus vasallos. En esa tarde imprevista las calles se llenaron de la misma mansedumbre que antes había entregado en cuotas su paciencia a una fracción enviciada de poder. Como en otros años, pero en un escenario inverso nuevamente irrumpieron millones de banderas denunciando la asfixia de un aparato estatal que promueve siervos subsidiados en lugar de ciudadanos libres.

Reclamando, no por cualquier libertad en medio de esta pandemia; oprimidos, indignados y asustados por la ola del mal global que recorre el mundo llenando plazas de distintas ciudades de los cinco continentes, congregados por la efectividad de las redes sociales como una especie de espasmo liberatorio común. Se podría hablar, echando a mano la tentación de hacer sociología espontanea, de un hartazgo convergente, de un despertar masivo de la indignación a escala planetaria.

Pero lo mejor es calibrar el lente para identificar los orígenes diferentes de un mismo síntoma para no confundir las patologías y equivocar los remedios.

Nunca fueron iguales las motivaciones, en algunos casos fueron las revueltas explosivas contra tiranías que encontraron su desgaste final en la opresión intolerable a nuevas generaciones incorporadas a la conexión de la aldea global; por cierto, la génesis de estas explosiones sociales tiene distintos matices en las distintas circunstancias que cada país vive.

Nada fue casual sino premeditado, hubo un plan para extraer nueva renta de antiguos odios, fácilmente reciclables. Hacían falta ejecutores no temerarios a una voluntad de poder obsesivo hasta lo patológico y una sociedad predispuesta en un campo fértil lleno de jóvenes posmodernos arrumbados en un rincón del sistema, despreciados por la política, la educación y huérfanos de héroes; en un despertar de la anestesia asumiendo la patología como propia.

Animarse a conjugar el miedo sin furia, esquivar las trampas de un enemigo invisible para salir pacíficamente de la cavidad mínima del bolsillo, desafiar el cepo de la conveniencia personal, archivar la resignación heredada y poner en marcha la potencia del individuo con sus garantías plenas y sus responsabilidades equivalentes.

Hay que encontrar esa dosis de dignidad diluida en sangre que aún nos queda y provocar la insurrección pacifica interior para marcar nuevamente el territorio democrático, iluminar la acción recuperando la integridad arrebatada en esta atmosfera de querellas vacuas.

Se hace imperioso reflexionar y actuar para contagiar. Es imprescindible reconocer en el espacio público un patrimonio común que supera las marchas silenciosas y las catarsis de cacerolas batientes. Dimensionar la construcción detrás del ruido, apreciar el valor del ciudadano en una sociedad abierta y de la republica como su garantía.

Es una obligación perentoria que no se agota con llenar plazas con multitudes enojadas o en la forma de cheques en blanco a un líder de reemplazo en la próxima elección. El desafío es enorme porque seguimos siendo colectivamente una tarea inconclusa; un país inacabado siempre en proyecto; una suma de individuos cohabitando en la desconfianza; un colectivo adicto a la autoflagelación de su capacidad y al desprecio por el desarrollo compartido.

¿Es una arenga? Si.

¿Una gota en el desierto? Tal vez.

¿Un mero panfleto? Quizá.

Es, si se quiere, tan solo un manifiesto que reúne perplejidades cotidianas para inventariarlas y reconocerlas. Un reflejo existencial de autonomía. La que no estamos dispuestos a ofrendar en el altar de ninguna vanguardia autoritaria.

Es un alegato frente a esta nueva barbarie, que mucho parece conocer de pandemias promovidas desde el poder y en nombre del Estado. El festín de una oligarquía de burócratas con patente popular que juega a ser verdugo del pasado y del presente en nombre de un futuro plagado de divisiones clasistas que supieron resucitar. Es un grito y un ruego de la ciudadanía, en recuperación de sus derechos civiles y libertades individuales en medio de la ansiedad convertida en convicción.

Generaciones enteras que se entregaron a este juego de odios y violencia antes de llegar algún amanecer más promisorio basado tan solo en un preámbulo que es el único que cura, alimenta y educa en democracia:

“El deber de la esperanza”

Es así para quienes somos un pueblo que quiso alguna vez volver a votar en las urnas, a elegir, a gritar, a soñar, a opinar, a participar, a organizarse para fines nobles y destinos últimos.

¿O es que acaso nuestros antepasados no quisieron ser libres?, y construir el país que soñaron nuestros abuelos llegados desde el viejo mundo con sueños invencibles que no cabían en ninguna maleta.

¡¡¡No van a poder!!!

Hay todo un pueblo que a esto lo lleva en su sangre.

Respuestas que queman y hacen ruido del silencio, al degüello de garantías básicas perpetrado en nombre de una mayoría de votos legítimos y legales. Para finalizar lo voy hacer con aquella reflexión que nos recuerda la definición del legendario periodista norteamericano Edward Murrow: “Una Nación de Ovejas engendra un Gobierno de Lobos”.

Es lo que defendemos indignados en medio de esta maldita pandemia.

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